Fundacion Proa ,
01/11/2003 - 04/02/2004
Buenos Aires , Argentina
Arte argentino en Proa y en popa
por Viviana Usubiaga
Por aquellos años la expansión del espacio ocurrió en dos dimensiones. Por una lado, en la propia representación pictórica, donde todo sucede sin una composición espacial definida, con una sobrecarga de los primeros planos. Por el otro, en la extensión de los lugares de producción y exposición a los circuitos públicos. Si bien la pintura no se había abandonado nunca -a pesar de su anunciada muerte décadas antes- se transformaron sus modos de producción, adquiriendo modalidades colectivas, compulsivas y performáticas, que hacía usos de materiales de la baja cultura. El espacio privado del taller se amplificó en el escenario del teatro alternativo, la pintura fue parte del espectáculo; los andenes del subte, una sala de exposición. Al mismo tiempo el espacio dramático fue asimilado en la pintura, como en las escenas de Kuitca, y los actores fueron protagonistas de las obras. El retrato de Batato Barea, actor estrella del circuito underground, de Marcia Schvartz es una pieza clave de la exposición y un ícono de la década. Barea, rodeado de su ajuar y con fondo de flores empuña un arma, preludio de muerte. La parodia como antídoto de la tragedia, embriagaba el epílogo del horror. Tras los tiempos de silencios forzados y desapariciones humanas se evidenció la necesidad de poner en acto la palabra y tematizar el cuerpo, de hacer este último visible, aun para marcar la ausencia o para transformarlos en monstruosos animales antropomorfos como en las pinturas de Ana Eckell.
La exposición, que hizo pie en las artes plásticas para tender hilos con otras producciones estéticas (en algunos casos con resultados más tibios como en la sección de música que resultó una coda poco sonora de la muestra), fue una propicia ocasión para reflexionar sobre las lecturas y las no-lecturas realizadas sobre una producción artística que había quedado en la ‘popaí de los estudios historiográficos. La visibilidad del arte argentino de los ‘80 quedó casi circunscripta a la misma década que lo vio florecer con entusiasmo y luego sumirse en el balance negativo de otros fenómenos políticos y sociales.
Sin duda, algunas obras argentina de los 80 fueron influenciadas por el neoexpresionismo alemán o coquetearon, por ejemplo, con la Transvanguardia italiana promovida durante las varias visitas a la Argentina desde 1981, de su mentor, Achille Bonito Oliva. La influencia mundial del programa estético del crítico italiano es innegable pero no suficiente para explicar la complejidad del fenómeno local. Así parece haberlo entendido Adriana Rosenberg, presidenta de la Fundación Proa, al programar la exposición sobre el panorama vernáculo de los 80 a continuación de la de exposición La Transvanguardia italiana. Chia, Clemente, Cucchi, De María, Paladino, curada por el propio Bonito Oliva. Desde esta perspectiva, una lectura de esta exposición invita a un ejercicio de la memoria y un debate que supere la historia escrita a partir de la cristalización de traducciones de las corrientes estéticas internacionales adaptadas al campo local y develar los matices de lo sentenciado para seguir escribiendo una nueva historia del arte argentino reciente.
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